martes, 28 de enero de 2014

La sonrisa es bella por Ramón Sánchez-Ocaña

(Entre paréntesis mis comentarios)

No cabe duda de que estamos asistiendo a un nuevo Renacimiento, en donde el cuerpo es objeto de culto y, casi diría, adoración. Es lógico. En esta sociedad de modelos, en donde aparentar tiene más valor que ser, el cuerpo pasa a un primer plano necesario (no sólo el cuerpo, a veces parece más importante aparentar que sabes, que saber. O tener muchas cosas en tu CV que saber hacerlas). Y así, se imponen modas, tipos, personas que van a amargar la vida de quienes no par­ticipan de esos cánones, y van a ha­cer felices a quienes por azar de la naturaleza se acercan a los predi­camentos de la moda. Así, una modelo de Rubens, pasa­ría de la gloria de su época a la des­gracia de hoy.
Y un tipo que hace años sería la encarnación de la ti­sis, gozaría en la actualidad de un prestigio corporal envidiado por quienes padecen el kilo de más (yo padezco el 5 kilos de más, jeje).
Otro problema añadido es el de las arrugas. La verdad es que uno tiene la sensación de que en este tema se juega al avestruz de forma permanente. Los años son inexorables y su paso no tiene por qué ponernos tristes (lo que alegra vivir y pasar los años dulcemente disfrutándolos completamente). Entre otras cosas, porque es un ejercicio absolutamente inútil. El tiempo va a seguir pasando, independientemente de la irritación que nos produzca. Por eso, es hermoso recordar aquella frase de M. Chevalier: «Estoy deseando llegar a viejo. Sobre todo, si pienso en la alternativa." (yo tengo otra: no te preocupes tanto por la vida, no vas a salir vivo de ella).

Pero nos empeñamos en que no sea así. Y apelamos al tinte por un lado y al estirón por otro, y a la rigidez de la cara para que las arrugas no se marquen... Hay quien no sonríe para que no aparezca el surco en el rostro (vaya, el que me conoce sabe que ese no es mi problema). Y va con cara de cartón piedra por la vida. Aquí sí que habría que pregonar que si algo bello hay en el mundo es la sonrisa.
Aunque arru­gue. La sonrisa es bella. Y además es la que da a la cara la expresión de que pertenece a alguien y no a algo. Esa es la cuestión (la cara es el espejo del alma). Si uno o una se convierte en cosa que no quiere envejecer, que no quiere arrugarse, que tiene que estar del­gado, que tiene que poner determi­nada ropa, se anula. Empieza a ser esa cosa perfecta, sin alma y sin ne­cesidad. Es algo más o menos bien conservado, lacado podríamos de­cir, con la piel tirante y con brillo de madera con reparador. Pero será siempre un rostro impersonal, un rostro de algo y no de alguien. Por­que ese alguien implica persona y sentimiento, y arruga de tristeza o arruga de alegría.
Quien está acostumbrado a mani­festar humanamente su sentido, se le traduce en la frente o en la pata de gallo. Intentar que la goma de bo­rrar el tiempo elimine el trazo que éste deja es, insistimos, un ejerci­cio inútil. Pero con él desaparecerá también parte de nuestra historia. Y quedaremos, como hay muchos ejemplos, metidos en el anacro­nismo más puro de nuestra existencia. Siendo mayores, sintiéndose mayor, con una piel estirada de jo­vencita en edad de merecer.
En el fondo es pasar las arrugas para den­tro. Arrugar el alma por no com­prender o no tolerar que se nos arrugue el cuerpo es desafiar la ley de vida. Porque ¿hay algo más her­moso que una vejez digna? Intentar evitar el paso de los años es como tener una vejez vergonzante. Sobre todo, cuando para eliminar la arruga se opta por eliminar la son­risa.

Habría que insistir en que en este caso, como en ningún otro, la arru­ga es bella. Sobre todo cuando se llega a esos años en que genérica­mente cumplimos cierta edad.

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