lunes, 28 de abril de 2014

Noche cerrada a mar abierto. Homenaje al Titanic abril 1912

Una noche cerrada en más abierto

— Está bien, contaré mi historia, pero después no habrá una sesión de preguntas y respuestas. Diré lo que siento, lo que pienso, pero también lo que quiero –advirtió el hombre mayor desde la comodidad de su sofá.

Los allí presentes asintieron a Elliot Lodge. Habían trabajado mucho para obtener su testimonio y no iban a estropearlo ahora. Extrañamente todos tuvieron un pensamiento similar: La historia de este hombre… ¿será tan interesante como para mantener ese hermetismo? Pero no pudieron detenerse en nada más, pues el señor Lodge había comenzado a hablar.

— La oscuridad es insaciable: primero se extiende a tu alrededor y después, como si no tuviera suficiente, inunda la visión, cubre los poros y comienza a introducirse lenta y sigilosamente a través de la piel.

Y es cuestión de tiempo que alcance al corazón.


Pero la oscuridad del mar, aunque es parecida a la antes mencionada, no es igual. La oscuridad del mar pesa si luchas contra ella, ciertamente se aligera si te rindes, pero si lo haces trae consigo a “esa otra”, a la oscuridad que se parece pero que es antinatural.


Que quede claro entonces, que la oscuridad del mar no es un influjo externo, es parte del abismo submarino, habita entre el bamboleo de las olas, a través de los arrecifes y como posesión constitutiva de la arena del fondo; así que, por supuesto, es transportada por todos los seres que lo habitan. En sí, todos llevamos un poco de oscuridad adentro, pero los seres del mar se construyen a partir de ella, conviven con la atmosfera que genera, respiran la oscuridad.


Y es que en mi vida ya he conocido estas dos modalidades de lóbregos mantos, y puedo decir que me encontré con la primera desde que tengo uso de razón; no obstante, hubiera preferido conocerla únicamente a ella.


Fue en abril de 1912, ineludiblemente, en que tuve a la oscuridad del mar frente a mis ojos. Una época perfecta para que la gente enloqueciera, los telegramas fluctuaran en cantidades descomunales y que por primera vez en la historia se tuviera consciencia, de que las comodidades de las clases altas no eran el escalafón más grande al que la humanidad debía aspirar.

De modo que corría
 el día 15, cuando la cara más terrible de la especie humana sobresalió al hundirse uno de los barcos más grandes y lujosos que se habían construido.

Suceso para el que he de admitir que a pesar de conocer ambos tipos de oscuridad, jamás imaginé que la que se escondía en el corazón del mar pudiera ser tan terrible, movible, y más aún, visible.


Para entonces, mi experiencia me había llevado a tener la certeza de que había oscuridades que viajaban de cuerpo en cuerpo o de grupo en grupo, pero en raras ocasiones que lo hicieran fuera de su hábitat. No obstante, y con seguridad, sé que pude ver a esa segunda oscuridad.


Sí, aquella fue una ironía de la vida: una noche cerrada a mar abierto.

Cuando los compañeros y amigos hablaban de noches largas me reía en el pensamiento, las noches son iguales que siempre y su duración aplica para todos, me decía a menudo. Pero juro hacia el cielo, que aquella ha sido la noche más larga de toda mi vida y eso que mi encuentro duró apenas unas horas, sin embargo, los segundos se congelaron al igual que aquellos cuerpos.

Tenía 39 años y era parte de la Brigada de Infantería de Marina del trasatlántico RMS Carpathia, nos dirigíamos hacia Fiume, y a pesar de viajar desde Nueva York nada interesante había sucedido, al menos yo, no hacía más que aburrirme o fijarme en el movimiento del agua, que bien memorizado, me ayudaba a conciliar el sueño cuando regresaba a casa. Pero no debí lamentarme de ese sentimiento de sosiego, de inutilidad, así como muchos no debieron arribar al Titanic.


Aunque pensar en lo que pudo y no haber sido, no ayuda en absolutamente nada y es injusto si se compara con los deseos retrospectivos que se mantienen sobre las guerras o los homicidios masivos.

Como decía, pasaba la media noche cuando nuestro capitán, Arthur Rostron, recibió un mensaje de alarma que automáticamente reunió a los que estábamos en servicio. Nuestras esperanzas eran inmensas, al menos comparadas con los 17 nudos de velocidad con que nos dirigíamos a la zona del desastre.

Entonces los otros y yo sólo recibíamos órdenes, pero en el Carpathia no dejaban de decir que un gran barco se estaba hundiendo, que era toda una tragedia, y aunque no teníamos información suficiente, sabíamos que unos días antes el RMS Titanic había zarpado de tierras europeas.

Ahora que lo pienso, la palabra tragedia suena muy bien como para explicar algo tan horripilante, pero a la vez es tan pequeña como para cubrir el perímetro donde se hallaban los cadáveres que horas antes eran los pasajeros.


Nuestra llegada demoró notablemente y el Titanic se internaba en las oscuras aguas a un ritmo fulminante y doloroso.

Soltamos los botes de rescate, los abordamos y nos dirigimos a esa colonia tan rara que eran los cuerpos flotantes, algunos estaban tomados de las manos, otros se perdían de la vista, solitarios, y después emergían de repente, haciéndonos boquear y aspirar con susto el gélido ambiente.

Aquel encuentro fue como una pesadilla, pero no una normal; sino un sueño extraño que helaba la sangre, que provocaba que entornáramos los ojos con un morbo plagado de incredulidad. Una especie de ficción atrapada en el tiempo, que no emitía violencia física, pero sí un gran impacto visual. -dijo el señor Lodge a manera de conclusión.

— Todavía puedo recordar con claridad el antes y el después, pero el durante de nuestra misión, ya está bloqueado. Sé que tuve que recoger muchos cuerpos y abandonar muchos otros y no niego el hecho de que aún cierro mis ojos y puedo verlos; sentir el frío en los huesos y pensar en la muerte, pero insólitamente no puedo verme allí participando en el tardío rescate, tal vez porque una parte de mí se quedó petrificada, vacía de ilusión, y al igual que todos los que murieron, con la tez amoratada, flotando entonces, queriendo acompañarlos en su último viaje al fondo del mar.


Elliot Lodge se había quedado impávido, mirando a los caminantes de la Rue du Renard, a través del gran ventanal del salón. Y poco después, todos obtuvieron una respuesta para su propia y coordinada cavilación. Quizá el testimonio de Lodge no era sustancioso, quizás ellos esperaban algo más grande, pero lo cierto es que podían entender, al menos, un poco de todo su dolor, y eso complacía hasta la búsqueda más ardua de investigadores en ciernes de comprender el esplendor del RMS Titanic.

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